El carisma Franciscano y la integridad indivisa

Date Published: June 25, 2025

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Franciscan Wisdom Series

"Existes de verdad donde amas, no solo donde vives". Esta profunda reflexión extraída del sermón dominical de Buenaventura capta la esencia de la visión espiritual de Francisco de Asís. Francisco concentró todo su ser en un único amor a Dios. A través de este amor, Francisco descubrió la abundancia en todas las manifestaciones de la vida. En lugar de perseguir la riqueza material o las posesiones, se sumergió en el desbordamiento del amor divino, reconociendo la bondad de Dios en cada hoja, árbol y persona humana. El descubrimiento revolucionario de Francisco fue sencillo, pero transformador: solo el amor cura y devuelve la integridad. 

Nuestro mundo contemporáneo se parece poco al de Francisco. Mientras hemos acumulado conocimientos y bienes materiales sin precedentes, nos hemos convertido tal vez en la especie más solitaria sobre la Tierra. Experimentamos la división tanto entre nosotros como dentro de nosotros. Se ha degradado el amor a un mero sentimiento, despojado de significado genuino en nuestro léxico cultural. Esta disminución tiene consecuencias graves: sin amor, la vida se marchita. 

¿Cómo hemos llegado a estar tan desconectados: de los demás, de nosotros mismos y, más profundamente, del mundo natural? ¿Cómo perdimos nuestro encanto por la creación? Este distanciamiento narra la historia de la civilización occidental, que abarca el retiro la religión de la vida secular y la especialización y la compartimentación extremas del conocimiento. Habitamos un planeta cuyos recursos se enfrentan al agotamiento por el consumo excesivo y la indiferencia global. Los académicos calculan que si la humanidad entera viviera como los estadounidenses, se necesitarían cerca de seis planetas para poder sostenernos. 

En su histórico artículo de 1966 The Historical Roots of Our Ecological Crisis (Las raíces históricas de nuestra crisis ecológica), el historiador Lynn White razonó que nuestro predicamento medioambiental es fundamentalmente religioso. En concreto, criticó el enfoque extraterrenal y el antropocentrismo del cristianismo. Puesto que, en gran medida, nuestros problemas se originan en fundamentos religiosos, sostenía White, la solución también debe ser de naturaleza religiosa. Debemos reimaginar nuestra relación con la naturaleza y nuestro destino. En particular, White reconoció a Francisco de Asís como un santo patrono de la ecología. 

De forma acertada, el papa Francisco caracteriza nuestra situación actual como una "policrisis": varias capas de disfunción a través de distintos niveles de la existencia.  

Tomando inspiración en el Cántico de las criaturas de Francisco de Asís, el papa subraya que nuestros desafíos requieren más que soluciones superficiales. Llama a los fieles a evaluar sus estilos de vida y pautas de consumo, a reconocer cómo la tecnología aplana nuestra cognición y a reorientar nuestras vidas hacia la red más amplia de relaciones no humanas. En esencia, el papa Francisco nos urge a volver a la naturaleza. La dificultad, sin embargo, es que hemos olvidado cómo reconectarnos con el mundo natural y lo que esa reconexión podría significar para el futuro de la humanidad. 

La naturaleza abarca una vasta red de interacciones intrincadas que incluyen a la física, la biología, la química y la ecología. Nuestros encuentros con la naturaleza (un paseo por el bosque, el ritmo de las olas en la orilla o la simple maravilla de las floraciones primaverales junto a nuestra ventana) nos ofrecen una reconexión momentánea. Sin embargo, estas experiencias resultan cada vez más efímeras a medida que las notificaciones digitales interrumpen nuestra atención y la información inunda nuestras mentes abrumadas desde una cantidad incontable de fuentes. Hemos cultivado una cultura del agobio perpetuo, incapaz de aflojar su agarre a medida que cambiamos el mundo natural por los reinos virtuales. 

La sabiduría de Buenaventura resuena a través de los siglos: "La falta de autoconocimiento provoca un conocimiento defectuoso en todos los demás asuntos". Esta visión habla profundamente de nuestra condición contemporánea, no solo a nivel individual, sino a través de las dimensiones interconectadas de la existencia biológica y cósmica. En gran medida, seguimos ignorando nuestros orígenes cósmicos y la profunda narrativa evolutiva de la aparición humana.  

El papa Francisco subraya la necesidad urgente de integrar la ciencia y la teología "para evitar permanecer inmóviles, anclados en nuestras certezas, hábitos y miedos". San Juan Pablo II, en su carta de 1988 al astrónomo Fr. George Coyne, SJ, concibió esta integración como mutuamente enriquecedora: "La ciencia puede purificar a la religión del error y la superstición; la religión puede purificar a la ciencia de la idolatría y los falsos absolutos. Cada uno puede atraer al otro a un mundo más amplio, un mundo en el que ambos puedan florecer". Ambos pontífices reconocieron al científico jesuita Pierre Teilhard de Chardin como un visionario que alumbró nuevas posibilidades para entender al cristianismo junto a la evolución. 

Como científico, Teilhard comprendió el alcance temporal inmenso de la existencia cósmica. El consenso científico contemporáneo sitúa la edad del universo en unos 13,800 millones de años, y la vida terrestre surgió hace unos 3,700 millones de años. Nuestra especie, el Homo sapiens, se originó en África hace apenas 140,000 años. Al observar cómo el universo sufría colisiones cósmicas masivas mientras la Tierra era testigo de cinco extinciones importantes, Teilhard propuso un principio regente de integridad en el proceso de desarrollo de la vida: Omega, una presencia de amor energético. Describió la materia como "bifacial", que posee tanto una dimensión interior de conciencia como un aspecto exterior de atracción. Esta doble naturaleza permite a la materia organizarse continuamente en formas cada vez más complejas y conscientes. 

Teilhard reconoció su conexión fundamental con la Tierra: existía en el planeta y existía de este. Sostuvo que cualquiera que experimenta esta relación profunda debe vivir de forma incondicional en unión con la totalidad del mundo. Escribió con reverencia sobre la "materia sagrada", a la que describió como "el medio divino, cargado de poder creador". Al igual que Francisco de Asís, Teilhard rechazaba la noción de la materia como caída o profana. Por el contrario, comprendió que entramos en el mundo mediante la materia, y el mundo entra en nosotros. La materia se vuelve el lugar de lo Absoluto. "La verdad es", confesó, "que, incluso en la cima de mi trayectoria espiritual, nunca llegué a sentirme en casa a menos que estuviera inmerso en un Océano de Materia". Teilhard descubrió una presencia divina vital: no un Dios que solo reviste al mundo de poder, sino un Dios intrínseco al devenir del mundo. Dios y la materia forman una relación inseparable: "Veo en el mundo un producto misterioso de realización y plenitud para el propio Ser Absoluto". De acuerdo a Teilhard, no nos acercamos a Dios de forma directa, sino mediante nuestra participación con la materia. "La materia nos pone en contacto con las energías de la tierra y junto con ella nos encontramos mirando al 'Dios Desconocido' que está por venir". Francisco de Asís compartía esta perspectiva. Como observó Buenaventura: "En las cosas bellas, Francisco contemplaba la Belleza misma, y de todas y cada una de las cosas hacía una escalera por la que podía subir y abrazar a su Amado". 

Teilhard de Chardin reconoció a la evolución humana como un componente integral de los procesos creativos y generativos de la naturaleza. Existimos incrustados en incontables capas de vida energética, que surgen del cosmos al tiempo que constituyen su dimensión pensante. Para Teilhard, la reflexión representa "el poder adquirido por una conciencia de replegarse sobre sí misma, de tomar posesión de sí misma como objeto... ya no solo para saber, sino para saber que se sabe". Haciéndose eco de Julian Huxley, entendía a la persona humana como "nada más que la evolución hecha consciente de sí misma". Este reconocimiento (que la humanidad participa en un vasto proceso de desarrollo que abarca marcos temporales inmensos) transforma nuestros conocimientos y creencias de forma fundamental, incluso nuestras concepciones de Dios, el misterio de Cristo y el significado de la salvación y la redención. 

La tradición franciscana debe comprometerse con la ciencia moderna no solo porque el papa Francisco ha llamado a la reconciliación entre la Iglesia y la investigación científica, sino porque la comprensión científica constituye un elemento significativo de nuestro legado intelectual. Keith Warner, OFM, ha trabajado para construir puentes entre la tradición intelectual franciscana y la ciencia, destacando la obra del fraile Roger Bacon, entre otros. Dentro de la cosmovisión franciscana, el estudio de la naturaleza nutre la sabiduría, el conocimiento profundizado mediante el amor. El enfoque Franciscano de la investigación científica puede resumirse como la búsqueda del conocimiento en nombre del amor.  

¿Qué aspectos de la ciencia contemporánea podrían alumbrar la contribución del carisma Franciscano a nuestro mundo en crisis? Surgen tres puntos esenciales: 

  1. La apertura al cambio y la complejidad se manifiestan a través de niveles superiores de conciencia y estructuras de relación en evolución. Vivir con un espíritu evolutivo significa soltar lo que sirvió su propósito y adoptar nuevos marcos relacionales cuando el momento llama a la transformación. 
  2. Desarrollar una conciencia del holismo y de los sistemas vivos, al tiempo que se reconoce la unidad fundamental de la vida cósmica. Como observó el físico David Bohm, "como seres humanos y sociedades parecemos separados, pero en nuestras raíces formamos parte de un todo indivisible y compartimos el mismo proceso cósmico". 
  3. Aceptar la evolución como la narrativa de la vida emergente. Si la evolución no proporciona un hilo conductor, carecemos de una estructura narrativa coherente y experimentamos crisis mitológicas. Thomas Berry identificó esta necesidad cuando escribió lo siguiente: "La razón de la aversión a la historia de un universo emergente es que la historia se ha contado por lo general simplemente como un proceso físico aleatorio, cuando en realidad necesita ser contada tanto como un proceso psíquico-espiritual así como físico-mental desde el principio". 

Para Teilhard, ir en busca de Dios significa unirse al poder de la materia de forma creativa; ser tocado, cuidado y amado por la materia misma. Como Francisco de Asís, se nos invita no solo a pensar en Dios, sino a experimentar la presencia divina. No debemos simplemente descansar en la naturaleza, sino unirnos con ella, convirtiéndonos en algo más profundo mediante esta unión: una naturaleza más consciente, más intensamente amorosa, más ella misma. Como escribe San Pablo: "Porque sabemos que todas las criaturas gimen a una, y a una están de parto hasta ahora" (Rom 8:22). Teilhard reconoció que, a lo largo de las eras,  la vida ha construido estructuras cada vez más complejas. Somos una de sus manifestaciones complejas, participantes esenciales en la red siempre vital de la vida continua. 

Es nuestra vocación seguir construyendo la Tierra en armonía con el viaje evolutivo de la vida que abarca miles de millones de años. Dios busca emerger en una luz y pensamiento mayores mediante este magnífico proceso de la existencia interdependiente. Como nos recuerda Teilhard de Chardin, no nos acercamos a Dios de forma directa, sino que nos encontramos con lo divino mediante la tierra y con ella. Es nuestro planeta el que proporciona la energía esencial que permite nuestro viaje hacia Dios. Así pues, debemos cultivar la conciencia de que la energía divina impregna todas las facetas de la creación: desde los humildes granos de arena hasta las montañas majestuosas y los árboles imponentes, dentro de cada hoja y de las venas intrincadas que enhebran cada hoja de cada árbol. Como observó profundamente Ángela de Foligno: "Toda la creación está encinta de Dios". 

Nuestra relación con la creación trasciende la mera administración. Estamos llamados a sumergirnos por completo en la creación, en la dimensión psíquicoespiritual de la naturaleza, acogiendo la materia-naturaleza en nuestro propio ser hasta que se disuelva la frontera entre los mundos interior y exterior. El mundo exterior habita dentro de nosotros, mientras que nuestro mundo interior se extiende hacia el exterior. Para conocernos de verdad es necesario trascender nuestra autopercepción limitada. Encarnamos el mundo en su devenir. Junto con todos los seres interconectados (los hongos, las bacterias, los árboles, los micelios, las lombrices de tierra, las abejas, los carboneros), todas las criaturas grandes y pequeñas, tocamos y experimentamos al Dios oculto del amor. Descuidar esta comunión íntima es abandonar el carisma del Poverello, San Francisco, y sufrir las consecuencias de un planeta moribundo. 

Concluyo con las convincentes palabras de Buenaventura: 

Por lo tanto, cualquier persona que no esté iluminada por ese gran esplendor en las cosas creadas, está ciega. Cualquiera que no se despierte ante estos grandes gritos, está sordo. Cualquiera que no se deje llevar por tales efectos para alabar a Dios, es mudo. Cualquiera que no se vuelva hacia el Primer Principio como resultado de tales signos, es un tonto. Por tanto, abran los ojos; alerten los oídos espirituales; desaten sus labios, y dediquen el corazón, para que en todas las criaturas puedan ver, oír, alabar, amar, y adorar, magnificar y honrar a su Dios, no sea que el mundo entero se levante contra ustedes. 

-Buenaventura, Itinerarium mentis in Deum, 1.15